Había algo en esa luz. Sueños inconcebibles, promesas imposibles, deseos herméticos que acariciaban su corazón con delicadas garras llenas de crueldad inhumana. Por un momento Draco creyó oir la música de las esferas que vibraba en todas las cosas, pudo oir los impulsos eléctricos en su propio cerebro, las neuronas gritando de pavor ante lo que estaba ocurriendo, los corazones de todos los presentes, sus pensamientos y por debajo de todos ellos, de un modo tan sutil
como el beso del sol en la piel, las almas de todos los habitantes de Valaquia...
Fue solo la décima parte de un instante, la ilusión de un pensamiento imaginario y cuando terminó creyó morir.
Deséame.
La voz le acarició la espina dorsal, subiendo por su médula espinal hasta su cerebro. Una voz de plata líquida que le estremecía con una repugnancia culpablemente placentera.
Agitó la cabeza como si así quisiese despejarse. Los demás miraban la luz ajenos a todo.
Deséame.
La nebulosa Lucífaga apareció ante él. Vio hombres morir a millones en guerras absurdas. Ante sus ojos pasaron victorias pírricas y derrotas sangrantes, un sinsentido de violencia en la que nadie ganaba... Después se vio a sí mismo con el uniforme de Señor de la Guerra. Desembarcaba de una nave que apresuradamente lo traía para responder a la desesperada llamada del Alto Mando de la cruzada. Dirigía los ejércitos, aplastaba sombras de traidores y alienígenas bajo sus botas y finalmente era reconocido como lo que él siempre había sabido que era.
Un sueño bonito, la justa recompensa a su carrera y su valía.
Deséame.
Pero el sueño no terminaba allí. No debía terminar de esta forma. Una victoria en un alejado rincón del Imperio no podía ser su broche final. Los ejércitos le seguirían más allá, emularía al gran Solar Macharius y aumentaría el territorio del Imperio como ningún otro lo había conseguido hasta entonces. Miles de sistemas se arrodillarían a sus pies y decenas de mundos adoptarían su nombre. Pacificaría la galaxia entera con sangre, acero y láser y haría de esta un lugar seguro para el hombre.
Deséame.
¿Acaso no era la galaxia un lugar horrible? ¿No sustentaban los Altos Señores de Terra un inconmensurable poder para proteger a sus súbditos? ¿Acaso ellos mismos no permitían que campasen a sus anchas xenos y herejes con el mero objetivo de mantener su posición entre la población atemorizada?
Draco purgaría a galaxia de esa escoria y después exigiría la dimisión de todos aquellos que querían mantener al pueblo en la ignorancia.
Deséame.
Ellos se negarían. No abandonarían sus puestos. Tendría que liberar Terra por la fuerza.
Vio sus flotas converger sobre el sistema, acabando una tras otra con las líneas de defensa del Segmentum Solar, hasta que aquellos hinchados sapos viesen sus naves orbitar sobre la Santa Terra en tal número que oscureciesen el sol.
Deséame.
Pero había algo más... La edad oscura no terminaría hasta que barriese hasta el último símbolo del opresivo orden. Caminaría por el palacio de Terra. Subiría por la escalinata de los héroes, alabando los estandartes de los allí recordados, pues su valor no era menos meritorio por servir un ideal erróneo. Llegaría al centro mismo del palacio y allí clavaría su espada en el mismo corazón del corrupto cadáver que anclaba a la Humanidad en una eternidad de oscuridad y estancamiento. Después apartaría los restos y se sentaría en el mismísimo Trono Dorado.
DESÉAME...
como el beso del sol en la piel, las almas de todos los habitantes de Valaquia...
Fue solo la décima parte de un instante, la ilusión de un pensamiento imaginario y cuando terminó creyó morir.
Deséame.
La voz le acarició la espina dorsal, subiendo por su médula espinal hasta su cerebro. Una voz de plata líquida que le estremecía con una repugnancia culpablemente placentera.
Agitó la cabeza como si así quisiese despejarse. Los demás miraban la luz ajenos a todo.
Deséame.
La nebulosa Lucífaga apareció ante él. Vio hombres morir a millones en guerras absurdas. Ante sus ojos pasaron victorias pírricas y derrotas sangrantes, un sinsentido de violencia en la que nadie ganaba... Después se vio a sí mismo con el uniforme de Señor de la Guerra. Desembarcaba de una nave que apresuradamente lo traía para responder a la desesperada llamada del Alto Mando de la cruzada. Dirigía los ejércitos, aplastaba sombras de traidores y alienígenas bajo sus botas y finalmente era reconocido como lo que él siempre había sabido que era.
Un sueño bonito, la justa recompensa a su carrera y su valía.
Deséame.
Pero el sueño no terminaba allí. No debía terminar de esta forma. Una victoria en un alejado rincón del Imperio no podía ser su broche final. Los ejércitos le seguirían más allá, emularía al gran Solar Macharius y aumentaría el territorio del Imperio como ningún otro lo había conseguido hasta entonces. Miles de sistemas se arrodillarían a sus pies y decenas de mundos adoptarían su nombre. Pacificaría la galaxia entera con sangre, acero y láser y haría de esta un lugar seguro para el hombre.
Deséame.
¿Acaso no era la galaxia un lugar horrible? ¿No sustentaban los Altos Señores de Terra un inconmensurable poder para proteger a sus súbditos? ¿Acaso ellos mismos no permitían que campasen a sus anchas xenos y herejes con el mero objetivo de mantener su posición entre la población atemorizada?
Draco purgaría a galaxia de esa escoria y después exigiría la dimisión de todos aquellos que querían mantener al pueblo en la ignorancia.
Deséame.
Ellos se negarían. No abandonarían sus puestos. Tendría que liberar Terra por la fuerza.
Vio sus flotas converger sobre el sistema, acabando una tras otra con las líneas de defensa del Segmentum Solar, hasta que aquellos hinchados sapos viesen sus naves orbitar sobre la Santa Terra en tal número que oscureciesen el sol.
Deséame.
Pero había algo más... La edad oscura no terminaría hasta que barriese hasta el último símbolo del opresivo orden. Caminaría por el palacio de Terra. Subiría por la escalinata de los héroes, alabando los estandartes de los allí recordados, pues su valor no era menos meritorio por servir un ideal erróneo. Llegaría al centro mismo del palacio y allí clavaría su espada en el mismo corazón del corrupto cadáver que anclaba a la Humanidad en una eternidad de oscuridad y estancamiento. Después apartaría los restos y se sentaría en el mismísimo Trono Dorado.
DESÉAME...
Ha estado muy interesente el relato de hoy, Vlad acaba de ganar puntos para mi, con sus "sencillas" aspiraciones en la vida.
ResponderEliminarespero que vlad no este pensando muy en alto con un inquisidor presente y sus dos discipulos por los alrededores...
ResponderEliminarLa historia se pone cada vez mejor, os seguimos.