El inquisidor se hallaba sentado en un pequeño trono antigravedad, en el más cómodo compartimento de la nave de descenso que le llevaría a él y su séquito a la superficie de Valaquia Prima. El compartimento era una antigua batería de armas desmanteladas para obtener más espacio y cerrada con plastiacero transparente quedando convertida en un observatorio, un lugar de honor e increíblemente privilegiado para ser testigos del descenso.
Lucca, a su lado, se frotaba el brazo metálico como si le picase, en un gesto que el viejo inquisidor conocía bien. Aquel hombre que había luchado en decenas de campos de batalla, que había afrontado sin dudar monstruosidades alienígenas a lo largo de una larga carrera junto a él, se intranquilizaba por una cosa tan sencilla como una entrada atmosférica en una nave de descenso.
Una vez, tras la gigantesca actuación en Mielir III, Hellsing le había preguntado por qué. Allí el gigantesco guardaespaldas no había dudado ni un momento en entrar en una cápsula de desembarco rápido entrando en la atmósfera a velocidad meteórica al mando de una escuadra de castigo de cruzados imperiales (en opinión de Hellsing una banda de locos) confiando solo en un mecanismo anticinético que el Mechanicum introdujo experimentalmente en la cápsula. Aquel mecanismo debía protegerles de quedar convertidos en pulpa cuando los retrocohetes de freno se encendiesen a pocos metros del suelo. Fue una locura pese a este, la mayoría de los hombres murieron aplastados por su propio peso cuando la cápsula aterrizó contra el palacio de los herejes. El propio Hellsing habría corrido idéntico destino si no hubiese estado tan herido como para no poder participar en la operación, pero Lucca salió de los restos abriéndose camino través de la sangre y los huesos de sus compañeros, con su mandoble de energía ardiendo en la mano y la pistola bolter escupiendo muerte y consiguió cumplir su objetivo.
Siempre recordaría la expresión de determinación cuando depositó ante él la cabeza de Orangal.
Orangal. El tiempo no había mitigado aún el dolor de su corazón.
Se maldijo por ser un viejo demasiado sentimental.
Dedicó otra mirada al guardaespaldas. Aquél hombre le había gustado desde el primer momento.
-Prefiero lanzarme en una cápsula en un viaje a todo o nada de un minuto a tener que confiar en que ninguno de los que controlan las plataformas de defensa ahí abajo tenga ideas extrañas o lealtades problemáticas.
Aquella sencilla sentencia de aquel parco hombre le alegraba. Aun había hombres simples en la galaxia, alejados de la miríada de mentiras con la que usualmente se enfrentaba.
Sonner y Atlua miraban por los enormes ventanales por los que otrora asomasen una batería de armas láser. El interrogador consultaba los datos de una pantalla portátil supervisando la carga de los últimos pertrechos del séquito de Hellsing desde las bodegas. Ella no miraba hacia la nave, sino hacia la superficie del planeta que era su destino.
Una sirena llenó la atmósfera mientras Sonner apagaba su pantalla de datos. La voz del piloto anunció que el descenso era inminente.
El viejo inquisidor habló al guardaespaldas.
-¿Algún informe de los nuestros allí abajo?
Lucca no tuvo que consultar ninguna pantalla, lo había comprobado ya varias veces.
-Todos llegaron hace tres o cuatro meses estándar en naves diferentes. Están en posición alrededor de la zona de desembarco. Si alguien intenta cualquier tontería desde lejos podrán detenerlo. Si alguien lo intenta desde cerca…- simplemente dejó que su mano metálica reposase en la guarda de su mandoble.
Hellsing asintió con gravedad.
-Hijos míos.- dijo llamando a sus pupilos.- hagamos el juramento.
Ambos enlazaron sus jóvenes manos con las pálidas y arrugadas de su maestro, mientras recitaban a la vez.
-No tememos por nuestras almas ni por nuestros corazones pues son de ÉL y Él las protege. Sólo nuestros cuerpos pueden ser dañados pero no tememos la muerte pues en ella nos uniremos con el Dios Emperador.
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Hace 8 meses
A este paso me voy a hacer fan del guardaespaldas. Seguid asi.
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